Que me vale cualquier jeringuilla para inyectarme tu risa...

Nunca he entendido porque te gustaba la poesía, ni sus versos y sus rimas… no comprendía porque te pasabas las tardes en tu habitación leyendo poemas de Neruda, Machado y Bécker hasta que te escuche leer uno de tus preferidos en voz alta; y vi la emoción de tus ojos cuando pronunciabas cada uno de los versos y la sonrisa que aparecía cuando terminaba le leerlos y yo me sentaba allí, en la silla rota a lado de la tuya, a escucharte mientras me preguntaba qué era lo que buscabas allí, que era lo que veías para que unas simple palabras te hicieran volar tan alto como puede hacerlo cualquier pájaro… entonces descubrí que habías tirado las pastillas que había en el cajón de tu mesita, que ahora te gusta levantarte temprano, que agarrabas mi mano cuando pasábamos por delante de los bares que antes frecuentabas y que intentabas no mirar nunca atrás… y entonces te aferraste a mí y a tus libros de poesías, como si pudiéramos salvarte de algo que nunca estuvo en nuestras manos, como si cada palabra que salieran de mis labios y cada verso que había escrito en ese libro te ayudaran a olvidar. Lo que tú no sabías y nunca llegaste a entender es que  el amor era otra droga.